martes, 4 de noviembre de 2014

Tres clases de espiritualidades

Tres clases de espiritualidades

Ron Rolheiser
Traducción Benjamín Elcano, cmf
Lunes, 3 de noviembre de 2014
Todos nosotros luchamos, y luchamos de tres modos. Primero, a veces luchamos simplemente para mantenernos,  para permanecer sanos, estables y normales, para no caer a pedazos, para no tener nuestras vidas desatadas en el caos y en la depresión. Cuesta un verdadero esfuerzo mantener nuestra normal salud, estabilidad y felicidad.
Pero, incluso mientras sigue esto, otra parte de nosotros está siempre tendiendo hacia arriba, luchando por crecer, para llevar a cabo cosas más altas, para no gastar nuestras riquezas y dones, para vivir una vida que sea más admirable, noble y altruista.
Después, a otro nivel, luchamos con una amenazante oscuridad que nos rodea y sujeta. Las complejidades de la vida pueden abrumarnos dejándonos con una sensación de amenazados, pequeños, excluidos e insignificantes. Por esta razón, algunos de nosotros somos conscientes de que pasamos por una época, una crisis, una relación perdida, un empleo acabado, una muerte de un ser querido o una cosa que ni siquiera podemos prever, al margen de una caída en una paralizante depresión, una enfermedad o un oscuro caos que no podemos controlar.
En resumen, luchamos para mantenernos a nosotros mismos, luchamos para crecer, luchamos para tener acorraladas la depresión y la muerte.  Porque luchamos a estos tres niveles,necesitamos tres clases de espiritualidades en nuestras vidas.
A un nivel, necesitamos una espiritualidad de mantenimiento, esto es, una espiritualidad que nos ayude a mantener nuestra normal salud, estabilidad y normalidad. Demasiado frecuentemente, las enseñanzas espirituales descuidan este vital aspecto de la espiritualidad. Más bien, nos desafían siempre a crecer, ser mejores personas, ser mejores cristianos, ser simplemente  mejores de lo que somos ahora. Eso es bueno, pero da por sentado ingenuamente que ya estamos suficientemente sanos, estables y fuertes para ser desafiados. Y, como sabemos, muchas veces no es ese el  caso. Hay ocasiones en nuestras vidas en que lo mejor que podemos hacer es agarrarnos, no caer en pedazos y luchar por recuperar algo de salud, estabilidad y fuerza en nuestras vidas, poner simplemente un pie delante del siguiente. En estos momentos de nuestras vidas, el desafío no es exactamente lo que necesitamos; más bien necesitamos que nos den permiso divino para sentir lo que estamos sintiendo y necesitamos que nos den una cálida mano para ayudar a tirar de la riendas de nuevo hacia la  salud y fortaleza. El desafío a crecer viene después.
Y ese desafío viene con una invitación a subir, hacia una espiritualidad del ascenso. Todas las espiritualidades dignas de tal nombre insisten en la necesidad de hacer un cierto ascenso para crecer más allá de nuestras inmadureces, nuestras perezas, nuestras lesiones y el perenne hedonismo y la superficialidad de nuestra cultura. El énfasis aquí es siempre tender hacia arriba, más allá, hacia los cielos y hacia todo lo que es más noble, altruista, compasivo, digno de ser amado, admirable y santo. Mucho de la clásica espiritualidad cristiana es una espiritualidad del ascenso, una invitación a algo más alto, una invitación a ser fiel a lo más profundo de nosotros, esto es, la imagen y semejanza de Dios. Buena parte de la predicación de Jesús nos invita cabalmente a algo más alto. Confucio, uno de los grandes maestros morales de todos los tiempos, tenía una pedagogía similar, invitando a la gente a mirar la belleza y bondad y a tender siempre en esa dirección. En nuestro tiempo, Juan Pablo II usó esto muy eficazmente en su llamada a los jóvenes, desafiándolos siempre a no traicionar sus ideales, sino buscar siempre algo más alto y más noble a lo que entregar sus vidas.
Pero el desafío al crecimiento necesita también una espiritualidad de descenso, una visión y una serie de disciplinas que nos señalen no sólo hacia el sol naciente, sino también hacia el sol poniente. Necesitamos una espiritualidad que no evite ni niegue las complejidades de la vida, la loca conspiración de las fuerzas que están más allá de nosotros, los paralizantes fracasos y depresiones de la vida y la amenazante realidad de la enfermedad, el debilitamiento y la muerte. A veces, sólo podemos crecer descendiendo a ese temeroso infierno, donde, como Jesús, pasamos por una transformación al enfrentarnos al caos, al debilitamiento, a la oscuridad, a las fuerzas satánicas (cualesquiera que éstas puedan ser) y la muerte misma. En  algunas culturas antiguas, esto se llamó “sentarse en las cenizas” o “ser un hijo de Saturno” (el arquetípico planeta de la depresión). Como cristianos, nosotros llamamos a esto “pasar por el misterio pascual”. Cualquiera que sea el nombre, todas las espiritualidades auténticas te invitarán, en algún momento de tu vida, a hacer un doloroso descenso al temible infierno del caos, la depresión, el fracaso, la insignificancia, la tiniebla, las fuerzas satánicas y la muerte misma.
La vida misma se revela más allá de nosotros y en el llano campo de la normalidad. Ninguno de éstos puede ser ignorado. De este modo, siempre necesitamos mantenernos y fijarnos, incluso mientras tendemos hacia arriba y a veces nos permitimos descender a la oscuridad.
Y aún hay tiempo de hacer todo esto. Como Rainer Marie Rilke escribió una vez:
“Todavía no estás muerto. No es demasiado tarde
para abrir tus profundidades, zambulléndote en ellas;
y bebe en la vida
que allí se revela calladamente”.

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